domingo, 24 de febrero de 2013

LA CAIDA DEL IMPERIO (PARTE II)


Aquí la segunda parte del ensayo del HISTORIADOR, RAÚL PORRAS BARRENECHEA, publicado en 1935 y reeditado en 1990.

Los mandos militares se desquiciaron y se cometieron atrocidades contra la nación inca
EL ODIO Y LA BARBARIE ACABARON CON EL IMPERIO INCA

La decadencia iniciada, aunque envuelta en fausto, en el reinado de Huayna Cápac se acentúa a la muerte de éste. Huáscar, el heredero legítimo, carecía de don directivo y de la firmeza de ánimo necesaria para conducir tan vasto y heterogéneo Imperio. Su padre le había creado además un problema político, para ser resuelto por voluntad y capacidad superiores a la suya. Le faltaba hasta el valor físico para enfrentar y desarmar con su prestigio de hijo del Sol, a sus enemigos. El estigma de la indisciplina y la desobediencia se apoderaba de sus vasallos. El espíritu regional ambicioso de los quiteños, alentado irresponsablemente por la frivolidad sensual de Huayna Cápac, se alzaba contra él retando su poder. Cusqueños y quiteños habían llegado por causa de rivalidad, a odiarse irreconciliablemente.

Huayna Cápac completó su error no acordándose, en el devaneo de su vida sensual, de preparar y asegurar la sucesión normal del Imperio. Con una acción previsora en este sentido, y con el respeto que le tenían sus súbditos, su decisión testamentaria claramente expresada y reafirmada, hubiera evitado la confusión y la discordia que sobrevinieron a su muerte.

No interesa aclarar para éste si dictó a última hora, como quieren algunos cronistas, por medio de unas rayas pintadas sobre un bastón su decisión dinástica. Hubiese ordenado en su testamento como único señor del Imperio indivisible a Huáscar, Ninán Cuyochi o Manco Inca, o dispuesto la división del Imperio entre Huáscar y Atahualpa, dejándole a aquél el Cusco y a éste Quito, la separación del Norte y del Sur se hubiera irreparablemente producido. Atahualpa no fue sino el nombre propio de una insurrección regional incontenible contra el espíritu absorcionista y despótico de la capital: el Cusco.

Atahualpa, acaso, más audaz e inteligente que Huáscar, hubiera podido, de haber sido el heredero legítimo y no un bastardo, contener la disolución del Imperio a base de astucia y de tino político, de enérgica violencia en último caso, pero no es dable suponer que llegara a obtener la adhesión sincera y leal del bando cusqueño. La insurrección habría estallado tarde o temprano o en su lugar Atahualpa habría tenido que imponer un sangriento despotismo como el que inauguraron en el Cusco sus generales Quisquis y Calcuchima a raíz de la derrota y apresamiento de Huáscar.

Ya no era una sola nación

Cusqueños y quiteños no formaban ya una sola nación, eran extranjeros y enemigos. Nacido en el Cusco o en Quito, de una ñusta quechua o de una princesa quiteña, Atahualpa criado lejos del Cusco, de sus instituciones y costumbres, era un extraño que no merecía la confianza de la ciudad imperial y de sus ayllus ancestrales.

Otra señal de la disolución era el abandono de los más fuertes principios de su propia cohesión social. La fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes. Todo esto que había creado la alegría incaica, en “el buen tiempo de Túpac Yupanqui”, era abandonado con imprevisora insensatez. El Inca y sus parientes, la nobleza privilegiada, bajo el pretexto de las guerras, habían formado una casta aparte, excluida del trabajo, parásita y holgazana. En torno de ella se quebraban todos los viejos principios. El pueblo trabaja rudamente para ellos; tenía que labrar no solamente las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino la de estos nuevos señores. El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban en arrendamiento a indios que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos.
Presagio de disolución

Estas propiedades individuales, dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo, herían el espíritu mismo de la raza y presagiaban la disolución, o un ciclo nuevo bajo normas diversas. Los nobles favorecidos trataban de perpetuar el favor recibido, trasmitiendo la propiedad individual. El reparto periódico de las tierras se hacía cada vez más formal y simbólico. El Inca o el llacta camayoc confirmaban cada año a los ocupantes en sus mismos lotes de terreno, existiendo casi en realidad propietarios de por vida. Lo que se hacía anualmente era el reparto de lotes adicionales para los hijos que nacían o el de las tierras llamadas de descanso. Las tierras mejores eran en todo caso las de los nobles y curacas y éstos no trabajaban. Por allí empezaba a destruirse el gran Imperio de trabajadores incaicos. En el momento de la llegada de los españoles, la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de división; uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante, otro político, el odio entre cusqueños y quiteños. Todos los primeros testigos de la conquista acreditaron la existencia de este último. Pero el malestar social y económico se percibe en el cronista de mayor intuición y levadura jurídica de los primeros tiempos. Gonzalo Fernández de Oviedo, después de interrogar acuciosamente a los primeros conquistadores que regresaban a España, tras de la captura de Atahualpa, consigna esta impresión inmediata y sagaz: “la gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura”.

Masacre y odio

La lucha entre los dos hermanos –Huáscar y Atahualpa– pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio. La traición y la cobardía, la incapacidad, tejen la trama de la guerra civil. En cada general indio alentaba un auca o traidor. En el Cusco se sospechaba de la fidelidad de Huanca Auqui, el jefe de las tropas de Huáscar, inexplicablemente derrotado en sucesivas batallas por los generales de Atahualpa, Quisquis y Calcuchima. Éstos, vencedores arrogantes, no guardan ningún respeto por el linaje imperial de Huáscar, ultrajan de palabra a la Coya viuda de Huayna Cápac y a la mujer de Huáscar y exterminan a todos sus parientes hasta las mujeres preñadas.

“¿De dónde os viene, vieja presuntuosa, el orgullo que os anima?” dice Quisquis a Mama Rahua Ocllo, exemperatriz venerada. El olvido o desdén por las tradiciones incaicas llega, en este proceso de disolución, hasta la profanación. Atahualpa allana la huaca de Huamachuco que le presagia mal fin, derriba al ídolo y decapita al sacerdote. Huáscar desdeñaba las momias de sus antepasados, según Pedro Pizarro; y Santa Cruz Pachacutic le acusa de haber autorizado la violación de las vírgenes del Sol. Quisquis y Calcuchima realizan, aun, el mayor desacato concebible a la majestad de los Incas: la momia de Túpac Inka Yupanki fue extraída de su palacio, donde era reverenciada, y quemada públicamente. Pero, la nota más característica de este desquiciamiento, que perfila ya el desprestigio de la autoridad y el desborde sacrílego, es la acentuación de la crueldad. Atahualpa escarmienta ferozmente a los cañaris, haciendo abrir el vientre a las mujeres encinta, y dar muerte a sus hijos. Sarmiento de Gamboa, dice que Atahualpa hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías, “que jamás allí se habían hecho en esta tierra”. El relato de las crueldades realizadas por los generales de Atahualpa en el campo y Yahuarpampa contra los parientes de Huáscar, –mujeres, niños, ancianos–, ahorcados, ahogados, muertos por hambre, es de una siniestra verdad. El final del Imperio de los Incas estaba decretado no por el mandato vacío de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica.

* Publicado en: Revista de la Universidad Católica del Perú, Lima, mayo de 1935, Año III, N° 13, p. 142-148. Reproducido en la revista Sollertia, año V, Nº VIII, oct.-dic. de 1990, de donde se toma.

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